Cambiaría toda mi vida por determinados instantes.
El momento en el que despegas con dificultad los ojos semitapiados esas mañanas en las que aún no ha molestado la alarma, o mejor aún en las que no hay planes de que lo haga. Comienzan a llegarte impulsos de consciencia que tu mente trata de evitar echándose el edredón por encima para separarte del mundo real mientras sobresale una tímida sonrisa de satisfacción oculta. Entonces le ganas a la rutina la partida y aunque esta te jure la revancha, te encoges y te abandonas victoriosamente a la onírica inconsciencia. Entonces no importa nada más que el primario deseo de dejarse llevar, entonces no existes tu, ni tu cuatro en matemáticas.
La materia multiplica su peso por veinte veces el de un elefante indio y no hay ningún problema al que le haya dado tiempo a asaltar tu mente. Sólo pobla la paz en silencio blanca, tersa y lisa en forma de sábana sobre tu cuerpo que se hace pasar por extraño ante ti para conseguir su objetivo y tu, criatura sumisa, lo dejas hacer con el pelo revuelto.
Cambiaría cada examen, cada espera infructuosa, cada cena sin ganas, cada charla insulsa. Cambiaría horas y horas carentes por una docena de este instante matutino, incluso por un par de pares de ellos si las mañanas se prestan frías fuera y su antónimo dentro.

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